LA "GORRI"
Llegaste a mí al atardecer de un caluroso día de verano y como un fantasma negro, asomaste tu jeta entre el monte de jara y brezo en la vereda que lleva al río. La escasez de comida en el estío te obligó a acercarte a la casa en busca de cualquier bocado para mitigar tu insaciable apetito de suido, sin percatarte de que sentado en el porche tenías a un ejemplar más depredador que tú. Fue como un relámpago. En pocos segundos me encaré la escopeta y disparé contra ti hiriéndote en una pata. Seguí tu rastro de sangre por el jaral, hasta percatarme de que la suerte te había favorecido en el “lance”.
Debieron pasar varios meses hasta que de nuevo tu orondo cuerpo con el pelaje canoso de invierno, apareciera por el mismo lugar en que te herí. Animado por tu insospechada mansedumbre, corrí al interior de la casa y te eché un pedazo de pan sin la esperanza de que asumieras mi gesto, esta vez amistoso. Echaste a correr quizás pensando que lo que te arrojaba era una piedra y desapareciste del escenario sin dejar rastro. Aquél pedazo de pan-al que volviste-siguieron otros muchos y kilos y kilos de maíz a lo largo de los años que duraron nuestras relaciones.
Debieron pasar más de tres, para que permitieras que uno de mis dedos te rozara una oreja sin que te asustaras, y cinco años para que pudiera peinar con los diez de ambas manos el pelaje duro y canoso de tu cabeza. Te convertiste en una atracción y quien te conoció quedó admirado por tu porte y tu confianza en mí, acudiendo a mi llamada aunque estuvieras distante en tu encame montuno o bañándote en la cercana fuente. Fuiste la jabalina más fotografiada y querida de Extremadura, estoy seguro, pero a pesar de que en las monterías corrías a refugiarte cerca de la casa huyendo de los perros de las rehalas, tu vida siempre estuvo en peligro a partir del momento en que se abría la veda de la caza mayor.
La última vez que te vi, y como si de una premonición se tratara, permitiste que te rascara con saña tu peluda frente, mientras comías maíz en mi mano. A los pocos días, ausente yo de la finca, en la montería soltaron los perros en la linde y azuzados por el de la rehala, en un abrir y cerrar de ojos los sabuesos te sorprendieron en el regato hincándote sus colmillos en las partes más fáciles para el agarre. Desde lo alto del cerro cercano, mi hijo mayor corrió al encuentro rompiendo monte y tropezando con cuanto se oponía a su marcha cuesta abajo, mientras gritaba con todo cuanto su voz le permitía ¡No la mates, que es mansa¡ No la mates que es mansa¡ Pero ya era tarde. El frío cuchillo del perrero se había clavado ya en tus entrañas y yacías en el agua del regato teñida con tu sangre, en los estertores de la muerte. Con posterioridad, supe que el que te hirió, expresó su sincero arrepentimiento ante todos los monteros de la reunión, justificándose con la expresión: ¡Es mi trabajo¡
Han pasado varios meses desde tu muerte y la gente me sigue preguntando por ti y a mi se me hace un nudo en la garganta, cuando debo contestar: ¿la “Gorri?, la “Gorri” me la mataron a cuchillo.
Mi hermano Pablo